Desde la grieta


Por: Diana Cecilia García Lucas

Fotografías: Omar Ortíz

Durante la mañana del 19 de septiembre del 2017 se escuchó el sonido de la sirena anunciando un simulacro, se festejaba el aniversario número treinta y dos del terrible terremoto de 1985, entre las calles se podía ver a gente sonriendo o empujándose mientras el ruido y una detención momentánea se hacía presente. Jóvenes bajaban los escalones con una parsimonia y pequeñas risas, hombres
salían del trabajo hablando con secretarias y otras tantas mujeres de uniformes elegantes. Gente en locales cualquiera salían con sus pesadas bolsas directo hacia los puntos de seguridad, otras tantas, con la tensión de un reloj de arena corriendo como si de agua se tratase, se quedaron en los locales haciendo señas para que les atendieran y así poder seguir con las labores cotidianas diarias.

La vena más joven de la ciudad no comprendía el sentimiento de un simulacro en un día como aquel, por lo que muchas personas ignoraron la sirena, ignoraron a la gente que ya tenía las arrugas del tiempo dando indicios para que no ignorasen. Regresaron a sus oficinas, sus aulas, sus locales, sus hogares, regresaron a sus actividades… hasta que cerca de la una y cuarto de la tarde la tierra recordó como no había hecho hace demasiados años. El suelo, en un instante, se volvió una tela delgada que era movida por olas violentas de agua, fangoso, los pies no podían mantenerse estables entre el movimiento ondulatorio de la ciudad, la gente corrió fuera de sus oficinas, sus aulas, sus locales y hogares… corrieron pero otras tantas se mantuvieron dentro, estuvieron dentro de los mismos edificios que rugían, pedían, sacar a todos de allí, lanzando advertencias conforme sus estructuras de cuarteaban, avisando con agresividad al mover todo lo posible en el interior, y sin embargo no todas las personas tuvieron la oportunidad de captar las señales.



Como una ciudad de dominós sostenida sobre una mesa, a la que con un simple golpe puedes tumbar, varios edificios colapsaron, muros reventaron al no soportar los golpes del suelo y su rigidez, los estruendos llegaron hasta las alcantarillas y tuberías donde estas mismas, estremeciéndose por la fuerza de la naturaleza, quebraron liberando así su tóxico interior. La ciudad, acostumbrada a un ritmo de vida, tomó sus celulares grabando así los rugidos violentos de los edificios, los estruendos de los vidrios al caer libres hacia el suelo, la respiración agitada de la población. Y aunque ya se tenía el sentimiento de haber conocido a este movimiento por una sacudida del 7 de septiembre en la noche, la realidad es que pareció ser más duradero… el pánico se había vuelto real. La energía eléctrica falló, con ello también cayendo la mayoría de compañías telefónicas, la gente, que seguía con las piernas temblorosas y el corazón acelerado, comenzó a juntarse en algunos locales para así poder obtener un poco de información, evidentemente siendo los únicos concurridos aquellos que portaban una radio, quizás vieja, para mantenerse comunicados.

Los rostros que estaban ya asustados se abrieron en un miedo mayor al escuchar nombres de calles junto a las notificaciones “está en fuego” o “se ha caído el edificio”, trataban de comprender, para la mayoría a los alrededores, ajenos a la zona cero donde se había resentido, no lo presenció como un movimiento mayor al que se habían vivido con anterioridad, fue quizás el inconsciente por desear
retomar la rutina diaria el que llevó a que, como masa, se pensara primero en tranquilidad. La gente que se hallaba lejos de sus hogares tardó demasiado en transportarse y un poco más en comunicarse con su familia, las calles por las que se paseaban miraban a los transeúntes con pena, dolor, los edificios habían tenido marcas del desastre que significó el movimiento, otros tantos que no podían ya mirar, por haber colapsado, tenían a gente a su alrededor, personas que sin pensarlo subieron las mangas de sus camisas, acomodaron sus faldas y mochilas para comenzar a quitar escombros de los edificios que, personas a su alrededor sollozaban, aún había gente dentro. La movilización fue lo que llevó a la ciudad misma a no morir de olvido, los alrededores se percibieron como un sistema
orgánico en el que las venas más jóvenes y las más experimentadas se unían en una circulación para la movilización del resto del cuerpo.



Pasaron horas y los vídeos del desastre seguían circulando, el mundo tomó un respiro para mirar la herida de México y brindar ayuda, soporte, algunos en acciones otros en palabras que, por más mundano que sonase, podrían llenar el espíritu de cualquiera. Los noticieros no descansaron, mostraban a los muertos que, lamentablemente, seguían acumulándose mientras los escombros se removían. Se formularon escándalos alrededor de la herida, pequeñas cachorras comenzaron un auge en la Internet, cachorros que fungieron como símbolo de la unión entre la naturaleza y el hombre (cuestión que ayudó a calmar un poco la hinchazón por el evento que la naturaleza misma causó), sin embargo también llegaron a haber tropezones, caídas en el nombre de falsas niñas que tuvieron el corazón de una nación (incluso intencionalmente) al filo de la tensión, rompiendo un poco el mismo cuando la verdad salió a la luz así como los escombros se iban removiendo, a esto se le añade fraudes que se encontraron entre tabiques y vidrios rotos, sucios de polvo y tierra, manchados con sangre causa de los edificios débiles por no haberles dedicado el debido tiempo, y aun con ello México tomó un respiro, colocándose un casco amarillo o naranja, apretando sus labios evitando así demostrar cuánto dolía la grieta, levantando el puño en alto con la esperanza de rescatar a alguien más, bajándolo únicamente para tomar cobijas y cubrir a las personas que lo han perdido todo. México hoy mira desde una grieta, mira sus injusticias, sus dolores, su gente padeciendo pero también admira la lámpara de la solidaridad y el corazón que late por ayudar a su misma gente. México hoy mira a su gente por medio de una grieta, desde la que espera ser rescatada.